Si lo que usted busca es conocer la personalidad secreta de una persona, antes de intentar hackearle la cuenta de Tinder, antes de pedirle a la Afip que revise sus cuentas bancarias o antes de pedirle a la CIA que le meta un dron por la ventana, vaya directo al lugar que lo revela todo: El botiquín del baño.
Si. Ese pequeño rincón con el que nos enfrentamos todas las mañanas no solo refleja en sus espejos nuestro rostro, las marcas de la almohada o algún mordisco escapado de una noche de pasión con una grande muzzarella en la cama. En su interior está, en muchos casos, hasta el árbol genealógico de una familia.
¿Quién no ha sucumbido ante la tentación de revisar el botiquín del baño en casa ajena? Porque el botiquín es como una caja fuerte sin cerradura de datos sobre el comportamiento humano. Esos tres prolijos espejos, que por más que intentes ponerlos en distintas posiciones, jamás te permitirán ver el grano ese que te está molestando en la espalda, son, al abrirlos, como el espejo de Alicia: te pueden transportar al país de las maravillas o de la decepción.
¿Será por el apuro matutino que las cosas que van a parar al botiquín, rara vez logran salir de allí? ¿Cómo es posible que todavía haya un rulero que no se usa desde 1967? ¿Por qué nadie lo saca de allí? ¿Será que los más jóvenes desconocen para qué sirve, y los mayores no se animan a tirarlo, por cábala?
¿Por qué guardamos curitas que de tan viejas ya han perdido el pegamento? ¿Para qué queremos esos repuestos de las maquinitas de afeitar que fueron descartados en su momento por carecer ya de filo? ¿Y por qué nadie ha limpiado, 5 años después, los restos de aquella araña que aplastaste con el frasco vacío de un perfume francés bagalleado por un amigo que viaja?
¿Qué extraña fuerza hace que permanezcan frasquitos de esmaltes de uñas resecos con colores que pasaron de moda en el ‘84? ¿Y los quita esmaltes? Frasquitos, ungüentos descoloridos que podrían haber sido para los labios, la piel o las hemorroides. No se sabrá jamás. Envases de agua oxigenada que si te cortás, en lugar de parar la sangre, te abren más la herida, gotas para los ojos, para los oídos, alguna dentadura postiza de un pariente que ya no está, pinzas para depilar más oxidadas que el casco del Titanic en el Mar del Norte, todo se va agolpando sin que nadie tenga el coraje de tirarlos al demonio.
Paquetes de gasas abiertas que ya han perdido totalmente su esterilización, peines que ya no usábamos ni cuando teníamos pelo, cepillos que no se sabe si son para el pelo o para el perro, viejos cepillos de dientes con las cerdas vencidas y más amarillentas que nuestra propia dentadura. Y medicamentos. Bah. Blisters con una sola pastila que, dado que se borró el nombre del remedio, se desconoce no solo la fecha de vencimiento, sino incluso para qué fue guardado. ¿Serán recuerdos familiares? Tipo… “¿te acordás de la varicela de Ernesto?” “¿Y de la otitis de Julieta? “¿Y de cuando nos olvidamos de tomar la pastilla y tuvimos a Ernesto y a Julieta?”
En muchos casos, el botiquín del baño bien podría utilizarse por los médicos como historia clínica. En lugar de entrar a tu casa y tomarte la presión o hacerte un electro, que vayan directamente al botiquín. Y a la heladera. Ahí estará escrita la historia de la persona que habita en ese lugar.
Es más: a juzgar por las nuevas tendencias en diseño de interiores que solo ponen un espejo sin un botiquín detrás, me da la sensación de que la humanidad no quiere que queden rastros arqueológicos de su vida cotidiana. Que ahora es todo como una historia de Instagram: es una historia efímera, que se borra ni bien se desempaña el espejo.
No importa. Si te enfrentás con un lugar así de moderno y no hay botiquín y querés saber más de quien vive en la casa, revisá los cajones del baño, los muebles del baño y golpeá uno por uno los azulejos… seguro que detrás de alguno de ellos están guardados los restos de cintas adhesivas, invisibles para el pelo oxidados, un pin de Argentina Campeón 86, alguna hoja de afeitar Platinum Plus, una polvera imposible de abrir, broches para el pelo, broches para la soga de la ropa, frasquitos de shampú afanados de algún hotel, jaboncitos afanados de algún hotel pegados a los estantes, un preservativo jamás usado, un repuesto de cepillo de dientes eléctrico que dejó de funcionar hace 10 años, limas que no liman, tijeras que no cortan, máquinas de afeitar descartables nunca descartadas, muestras gratis de dentífricos que ya no se fabrican, y todo lo que se guarda “por si hace falta”, cuando en realidad, lo que hace falta, ¡es que falten esas cosas!
Fuente: Télam
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