Ese 1 de julio de 1974, la República Argentina se detuvo. Literalmente, quiero decir. Quienes recuerden ese momento, entenderán esta expresión. Fue como si un país entero -quizás una región entera, en rigor- hubiera contenido su aliento. El hombre que había muerto en ese día lluvioso, estaba en ejercicio de su tercer mandato presidencial, un caso único en la historia argentina. Había ganado su última elección con un arrasador 62% de los sufragios, al cabo de 18 largos años de exilio y proscripción política y civil. Es decir, había muerto el hombre sobre el cual se habían depositado las esperanzas de millones de argentinas y argentinos, que esperaban de él que reparara y sanara a un país de crisis permanente y violencia sin medida. Ese día de julio de ese año terrible, moría con Juan Perón la expectativa de una patria ordenada, libre e independiente.
Estas palabras que escribo con una emoción que quizás no pueda disimular, narran una historia que no es solamente la de un hombre, un líder o un presidente de la República. Porque, al igual que con Hipólito Yrigoyen antes que él, por Perón pasaban los sueños, las pasiones y las expectativas de millones de mujeres y hombres que habían visto en él al constructor de una Patria para todas y todos, una nación orgullosa, independiente, soberana y justa.
Por supuesto, asimismo, quienes lo odiaron, vieron en él a un monstruo que había alterado para siempre la vida pacífica de la república oligárquica que había nacido de la Organización Nacional, ese país pastoril que se autodeclaraba el granero del mundo, pero cuya riqueza generada, quedaba en las manos de las 100 familias dueñas de la tierra y de las vacas, mientras millones de pobres sobrevivían en condiciones paupérrimas. Ese país de castas, injusto y represor, vio en él a una amenaza. Y tenían razón, porque Perón, desde su actuación en la Secretaría de Trabajo y Previsión del gobierno militar surgido de la Revolución de 1943, que terminó con la era del fraude electoral y la “Década Infame” inaugurada luego del derrocamiento de Yrigoyen en 1930, había encarnado la aparición de un nuevo sujeto político en la Argentina, hasta entonces invisible o solo carne de presidio y de fusil: la clase trabajadora.
En pocas palabras, la aparición de Perón en la historia argentina, como dijera el historiador Alejandro Horowicz, representa la fractura de un bloque histórico y el comienzo de una nueva relación de fuerzas en la vida institucional del país: el ingreso de la clase obrera en la ciudadela parlamentaria. Desde aquel 17 de octubre de 1945, ese nuevo sujeto político -los trabajadores-, cambiaría para siempre las relaciones sociopolíticas en nuestro país. Eso es Perón, finalmente: esa inclusión, la creación de derechos nuevos, el reparto equivalente de la renta nacional entre el capital y el trabajo. Su marco teórico, el Justicialismo resulta el vector doctrinario de este nuevo Estado, filosofía que puede resolverse en un concepto fundamental: que por sobre la anteriormente casi absoluta voluntad del patrón, ahora aparecía una voluntad aún más poderosa, la del Estado, para proteger al trabajador. Es una revolución en toda regla. Un cambio irreversible del estado de cosas anterior. Hacer volar por los aires el statu quo.
Por eso mismo es que 1945 explica 1955 y el golpe de Estado salvaje que intenta volver el tiempo atrás y despojar a la clase obrera de sus derechos adquiridos y retrotraerlos a la situación anterior de semi esclavitud. Imponer por la fuerza que los y las obreras se olviden de que son sujetos de derecho, que son actores civiles de la República. Volver a edificar un régimen excluyente, cerrado y autoritario. Una nación vuelta a ser una mera estancia, en donde el patrón resuelve los problemas a rebencazos.
Por eso el conflicto armado, el exilio y la proscripción. Por eso la represión interna y la vulneración de los derechos humanos y civiles de más de la mitad de la población argentina por casi dos décadas. Por eso mismo el retorno: porque finalmente el acuerdo general, de partidarios y enemigos, es que el único que puede ordenar el caos es el propio Perón.
No tuvo tiempo. Puso todas sus fuerzas en la consolidación del “Pacto Social”, un acuerdo global de precios y salarios que buscó volver a equilibrar las relaciones entre el capital y el trabajo, controlar la inflación y poner de nuevo en marcha la industria nacional. Era una tarea titánica para cualquiera, mucho más, quizás, para un hombre de edad avanzada y con la salud golpeada por los sinsabores del larguísimo exilio.
En su última presidencia buscó la conciliación. Entendió que el desorden que se había adueñado de la vida argentina solamente podía corregirse con diálogo. Buscó acercar posiciones y habló con todos los sectores que pudo. No todos respondieron a esa idea, pero fue una semilla sembrada que en algún momento dará su fruto. Lo dijo en su momento el doctor Ricardo Balbín, presidente de la UCR y antiguo adversario de Perón:
“Llego a este importante y trascendente lugar, trayendo la palabra de la Unión Cívica Radical y la representación de los partidos políticos que, en estos tiempos, conjugaron un importante esfuerzo al servicio de la unidad nacional: el esfuerzo de recuperar las instituciones argentinas y que, en estos últimos días, definieron con fuerza y con vigor su decisión de mantener el sistema institucional de los argentinos.
(…)
No sería leal, si no dijera también que vengo en nombre de mis viejas luchas; que por haber sido claras, sinceras y evidentes, permitieron en estos últimos tiempos la comprensión final, y por haber sido leal en la causa de la vieja lucha, fui recibido con confianza en la escena oficial que presidía el Presidente muerto.
Ahí nace una relación nueva, inesperada, pero para mí fundamental, porque fue posible ahí comprender, él su lucha, nosotros nuestra lucha ya traves del tiempo y las distancias andadas, conjugar los verbos comunes de la comprensión de los argentinos”.
Como intendente de Tigre, creo firmemente en que el diálogo es el camino para lograr cualquier objetivo. Pero también, como peronista, creo en los derechos, en la equidad, en la justicia y que, en muchos casos, debemos luchar para lograr una comunidad en que cada vecina y vecino pueda realizarse, en donde sus posibilidades sean igualitarias y en donde la participación sea abierta a todas y todos. Esa es la última gran enseñanza que nos dejó Juan Perón: dialogar y acordar con un objetivo claro, que es la mejor vida de nuestra gente. Y también, cuando sea necesario, hacer valer el peso del Estado en favor de quienes menos tienen y para quienes la justicia social aún no ha llegado. Un estado presente es el reaseguro de que las oportunidades serán más justas y que el arbitrio de las relaciones sociales estará signado por un profundo impulso de igualdad.
Por Julio Zamora – Intendente de Tigre
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