Una casa cómoda, con un hermoso y amplio jardín con pileta, es la vivienda familiar del responsable del campo de concentración de Auschwitz y el escenario de «Zona de interés», de Jonathan Glazer, que muestra la vida cotidiana y feliz del comandante junto a su esposa y sus hijos, separados apenas por un muro del principal lugar de exterminio ubicado en Polonia, en donde murieron asesinados más un millón de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
La película, nominada a cinco Premios Oscar y que mañana llegará a los cines de la Argentina luego de ganar el Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, está inspirada en la novela de «The Zone of Interest» de Martin Amis, pero mientras que en el libro se trata de un posible triángulo amoroso entre la esposa de Rudolp Hoss, su esposa Hedwig y otro oficial nazi, también desde la ficción, Jonathan Glazer plantea un relato desde el día a día del militar y su familia, que conviven casi sin contradicción con los asesinatos masivos que se realizan a diario a pocos metros de su hogar.
El camino elegido por el director británico responde al problema y la responsabilidad de representar el horror en el cine.
Se trata de una delgada línea en donde muchos cineastas cayeron en el regodeo por lo monstruoso, la estetización innecesaria o en la repetición, que en muchos casos funcionaría en contra de las mejores intenciones de abordar la problemática e incluso, expulsaría al posible espectador, ya sea desde el rechazo o el agobio ante lo expuesto.
En ese sentido, ya en 1969, a través del filme «El fuego inextinguible», Harun Farocki hablaba de la imposibilidad de la representación cinematográfica de algunos temas, como por el ejemplo las matanzas del ejército estadounidense en Vietnam con los bombardeos de Napalm sobre la población. La solución que encontraba era retratar una fábrica del arma química, como para ir al grado cero de la devastación que provocaba.
En «Zona de interés», Glazer hace una operación parecida pero con el antecedente de cientos de películas que se ocuparon de la barbarie nazi, si se quiere, aborda la cuestión del Holocausto de manera oblicua, al contar la idílica vida de Rudolf Höss, su esposa Hedwig y sus cinco hijos, en la senda de «la banalidad del mal», la expresión incluida en el libro «Eichmann en Jerusalén», de la escritora y filósofa Hannah Arendt.
La falta de empatía y de humanidad de Adolf Eichmann como uno de los eficientes burócratas del Holocausto se aplica tanto a Höss (Christian Friedel) como a su esposa Hedwig (la formidable Sandra Hüller, protagonista de «Anatomía de una caída» y «Toni Erdmann»), una pareja feliz, que ignora los gritos, los disparos y hasta la fetidez de las chimeneas contiguas a su hogar de Auschwitz, siempre prendidas consumiendo cadáveres.
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Con una puesta que por momentos transita el género del terror, la cámara fría y distante registra lo que pasa en esa casa y toma a la pareja como a cualquier matrimonio próspero de esa época, con el marido que escala posiciones en la jerarquía nazi gracias a su eficiencia y la mujer, alentándolo, sugiriéndole relaciones para mejorar su situación, mientras dirige al personal doméstico de mujeres judías en su casa con la misma competencia que su marido el campo de exterminio.
Un día en familia a la orilla de un lago, unos pocos minutos dedicados a la estancia de Höss en otra ciudad cuando es ascendido y se hace cargo de todos los campos de concentración de Europa y una excursión de pesca del comandante con sus hijos a un río, son las excepciones del relato en cuanto a locaciones, que transcurren en esa casa llena de luz, vegetación y amor familiar.
En el armado de la historia, la otra decisión clave de la película es el fuera de campo, tanto visual como sonoro, es decir, todo lo que no sucede dentro del plano pero contribuye al desarrollo del relato.
Lo que que sucede es el exterminio de hombres, mujeres y niños en el gigantesco campo de Auschwitz que solo ve Höss cuando se desplaza unos pocos metros desde su hogar. Pero en la casa, todos sus habitantes y visitas (como los ingenieros que le traen al comandante innovaciones en los hornos para que cumplan su cometido en menor tiempo) escuchan junto al espectador desde el sonido diegético lo que pasa en ese presente: el zumbido de los crematorios, los ladridos amenazantes de perros, disparos esporádicos y gritos desgarradores.
El fuera de campo también se materializa cuando llegan paquetes de la vecindad con ropa interior para ser repartida entre los sirvientes o un tapado de piel que se prueba sin ninguna culpa la mujer de la casa frente a un espejo, aunque sabe que corresponde al afuera, es decir, a las prisioneras ya asesinadas a apenas unos metros. En lo que no se ve.
Pero si los personajes retratados en la película manejan un nivel absoluto de impunidad y reflexión sobre lo que pasa, de lo que hacen y de los que forman parte, en su ascetismo, Glazer les reserva momentos fugaces en donde la conducta criminal hace mella en la negación: Höss vomita sin causa aparente, uno de sus hijos pide perdón por algún motivo misterioso, su suegra no puede conciliar el sueño y se toma el vientre.
«No podemos irnos, aquí está todo con lo que hemos soñado siempre» dice Hedwig a su esposo, cuando él le cuenta que lo ascendieron y debe tomar posición de su nuevo cargo en otra ciudad, apenas una línea que sintetiza el monstruoso ideario nacionalsocialista y sus consecuencias sobre lo individual y lo colectivo.
Fuente: Télam
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