En esa época las noticias policiales estaban confinadas en las últimas páginas de la prensa. Pero el 17 de septiembre de 1970 hubo una excepción. Tanto es así que el diario Clarín exhibió el siguiente título en la portada: “Nueve años después del robo de los lingotes de oro en Ezeiza, la policía abatió ayer a dos de sus ejecutores”. Concluía así una epopeya delictiva atravesada por el amor, la locura y la muerte, cuyo final fue signado por un hecho fortuito. He aquí la versión argentina de Bonnie y Clyde.
Días antes, durante el atardecer de un domingo soleado, un policía había reconocido en el paddock del hipódromo de San Isidro a José Nicolás Carrizo (a) “Colocho”. Era un hampón que acababa de salir de la cárcel de Caseros. Su figura –ataviada con un traje a medida– exudaba una prosperidad que no hacía juego con su condición de ex presidiario. Y tras dilapidar una pequeña fortuna en caballos a los que había que cronometrar con almanaque, se retiró de allí en un flamante Torino.
El policía lo siguió. El seguimiento –al cual se sumaron otros diez policías– se prolongó por varias jornadas. Así fueron detectadas sus frecuentes visitas a un chalé en la calle Necochea al 2500, de San Isidro. Allí vivía una pareja. Él tenía aspecto de empresario; ella pasaba por una agraciada ama de casa. En el barrio se los conocía como Marcelo y Graciela. Según los vecinos, habían alquilado aquella vivienda hacía cinco meses. Más no se sabía de ellos. Hasta que unas fotos de prontuario revelaron el enigma.
Entonces, al subcomisario de La Bonaerense, Hugo Aon le brillaron los ojos: la captura de Saúl Lipsitz y Nélida Edith Herrera Thompson –requeridos por varios juzgados penales por un sinfín de atracos– podría significar un gran salto en su carrera.
De modo que en la madrugada de ese miércoles, siete patrulleros con 28 efectivos de la comisaría de Villa Martelli irrumpieron en los alrededores de la residencia, apoyados por 30 uniformados de diversas seccionales. Todos ellos no tardaron en agazaparse detrás de los árboles. Aon superviso la posición de su tropa con el fervor de un mariscal. Sin ninguna duda, apostaba al factor sorpresa.
Lo cierto es que su táctica se vino abajo por una ráfaga disparada desde una ventana. Ello provocó el desbande de los policías.
Por un instante, el silencio fue absoluto. Luego se escucharon gemidos de dolor entremezclados con voces de mando.
– ¡Un médico, carajo, un médico! –aullaba un cabo, mientras sostenía a otro suboficial con un balazo en la nalga. A metros de allí, un agente yacía con el pecho ensangrentado.
Aon bramaba órdenes que nadie obedecía. Otra ráfaga partió desde esa misma ventana. Los destellos de la pólvora le permitieron entrever una silueta femenina abrazada a una ametralladora. Después apartó la mirada al sentir un ardor en las retinas: el viento devolvía los gases lacrimógenos.
La señora Thompson seguía gatillando.
Fue durante la mañana del 19 de abril de 1959 cuando él atendió una llamada de su esposa para, simplemente decir:
–Estoy por ir a una reunión. Después te llamo.
Saúl Lipsitz colgó el auricular; entonces se acomodó en la cama, junto a una morocha de buen ver. Y le pasó un dedo por la espalda desnuda.
La escena transcurría en el hotel Hermitage, de Mar del Plata. Se habían conocido la noche anterior por obra –diríase– del azar. O sea: él jugaba fuerte en una mesa de ruleta y ella no le sacaba los ojos de encima. Los acontecimientos no tardaron en precipitarse.
Ahora Saúl le susurraba palabras de amor. Nélida entornó los párpados y, con voz muy suave, dijo:
–Soy hija natural. No he conocido a mis padres.
La frase descolocó a su acompañante, antes de intuir que ella era una de aquellas mujeres proclives a desnudar su alma luego de la actividad sexual. Y sin reparos, le permitió saciar tal impulso.
Así fue como esa muchacha, nacida el 27 de julio de 1933, se embarcó en un monólogo autobiográfico. En resumen, diría que su progenitor no la reconoció. Sin embargo, ella adoptó su apellido: Thompson, como la marca de las ametralladoras. Toda una premonición de la cual, por cierto, aún no era consciente.
Criada por una tía que la llevó a Río de Janeiro, allí supo recibir una educación esmerada que incluía el aprendizaje de idiomas. Nélida hablaba inglés, francés y portugués, lo que facilitó su empleo en una línea aérea como azafata.
Así conoció a su primer marido, el piloto norteamericano, James Hansen. Su matrimonio no fue duradero: cuatro días después de la boda, el marido murió en un avión que se estrelló en el Mato Grosso.
Luego del luto, volvió a contraer enlace. Su nuevo esposo se llamaba Walter Montagna, tenía 55 años y tierras en el sur de Brasil. La convivencia fue para ella –según sus dichos– un verdadero infierno, ya que ese hombre era un drogadicto compulsivo que, bajo los efectos de la cocaína, se convertía en una especie de Mister Hyde. De modo que Nélida terminó por huir del domicilio conyugal, antes de regresar a la Argentina.
Lipsitz asimiló aquel relato con un rictus comprensivo. Y fue cauto en el relato de su propia vida. Al respecto, ese sujeto de 31 años solo mencionó que tenía una tienda de ropa en la avenida Corrientes al 3900. También hizo alguna alusión a su desgraciado presente matrimonial. Pero fue cuidadoso al omitir toda referencia a su condición de ludópata y a las deudas de juego que arrastraba.
Nélida y Saúl prosiguieron su relación sentimental, aunque la esposa de él los acosaba de modo permanente con amenazas y escándalos. Ello hizo que no se vieran por un tiempo. En aquel lapso, él acrecentó sus deudas de juego, y ella viajó a Brasil para tramitar el divorcio.
Al regresar a Buenos Aires, entabló un amorío con el agente aduanero que le había revisado las valijas. Su nombre: José María Quevedo. A la vez, continuó viéndose a hurtadillas con Saúl. Y en ese juego a dos bandas lograría una memorable carambola.
La cuestión es que José María solía contarle detalles muy precisos de su trabajo en Ezeiza; entre ellos, los valores –oro y divisas– que circulaban por el depósito del aeropuerto, donde él cumplía sus tareas. Esa información llegaba puntualmente a los oídos de Saúl.
Así fue el comienzo de la etapa más intensa de sus vidas.
Era la madrugada el 15 de enero de 1951 cuando cuatro pistoleros disfrazados con mamelucos de una compañía aérea desvalijaron aquel depósito. El botín: 400 kilos de oro en lingotes. Se replegaron por la avenida General Paz en una camioneta con falsas inscripciones de una empresa de cargas. Fue uno de los atracos más espectaculares de la historia policial argentina.
Saúl y Nélida no habían dejado ningún detalle librado al azar: los datos de Quevedo fueron corroborados por Gabriel Kreda. Era primo de Saúl y tuvo a su cargo la inteligencia del asunto. El golpe propiamente dicho fue realizado por el propio Lipsitz y tres hampones profesionales: Ramón Toscano, Luciano Spataro y Francisco Muraciole.
El legendario comisario de Robos y Hurtos, Evaristo Meneses, se hizo cargo de la pesquisa. Y no tardó en detectar a un sujeto que intentaba vender láminas de oro en una joyería de la calle Libertad. Al mismo tiempo reparó en un comerciante ajeno a la orfebrería que había que compró –a cambio de un precio exorbitante– una máquina laminadora. Uno era el primo Kreda; el otro, Lipsitz. Ambos fueron detenidos el 14 de marzo. Y Nélida, unos días después.
Al ser interrogada por Meneses, inició su declaración así:
–Soy hija natural. No he conocido a mis padres.
Lipsitz y Thompson recuperaron la libertad por una fianza tres años más tarde. Y de inmediato pasaron a la clandestinidad para dar rienda suelta a una escalada delictiva que incluyó una nada modesta cantidad de asaltos a bancos y empresas de Buenos Aires, Córdoba, La Pampa y Rosario. Por entonces, ya se les había sumado el pistolero “Colocho” Carrizo.
Ya a fines de esa década, Nélida anotó su primera muesca en la culata de su pistola al matar a un policía en la localidad santafecina de Las Colonias. Su segunda víctima mortal fue otro policía, esta vez en Rosario. A raíz de ello, el trío era intensamente buscado.
El primero en caer tras las rejas fue Colocho. Pero, beneficiado por una “falta de mérito”, su procesamiento quedó sin efecto. Y recuperó la libertad. En tanto, Nélida y Saúl ya residían en el chalé de la calle Necochea.
En este punto es necesario regresar al anochecer del 16 de septiembre de 1970, cuando ella gatillaba su ametralladora. Otras dos manos armadas la cubrían, hasta quedar sin balas. El silencio entonces fue definitivo. Y la incursión policial, un juego de niños.
Saúl Lipsitz yacía en un rincón del patio, con los brazos abiertos en cruz y la mirada inmóvil.
Nicolás Carrizo agonizaba a un metro, con la mano derecha estirada a centímetros de su pistola. Un policía de civil se acercó y, sin mover el brazo que llevaba pegado al cuerpo, le disparó tres veces en la cabeza.
El cuerpo de Nélida Herrera Thompson estaba en el baño. Ella misma se había volado la tapa de los sesos.
Fuente: Télam
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