En el tono de aquel hombre fluía un dejo solemne:
–Él puso todas sus energías en combatir el burocratismo, esa gangrena que se infiltra en el partido y en el Estado si no se revoluciona constantemente a la sociedad.
Tenía los ojos clavados en un punto indefinido del espacio y enfatizaba sus palabras con la palma de la mano hacia arriba. Su cara macilenta y el viejo sacón que vestía lo asemejaban a un personaje de Dostoyevski. El tipo estaba en el extremo de una mesa improvisada con un tablón y dos caballetes. A su alrededor había otros seis sujetos que atendían sus dichos con una actitud entre tediosa y asombrada.
Se refería a Envar Hoxha, el líder de la revolución albanesa y, sin duda, uno de los jerarcas comunistas más extravagantes del siglo XX. Tras fundar el Partido del Trabajo de Albania, condujo la resistencia contra la ocupación nazi y, en 1944, proclamó –con el apoyo del mariscal Tito– la República Popular. Allí supo instaurar un régimen ultraortodoxo. Tanto es así que, dos años más tarde, rompió su alianza con Yugoslavia. Y en 1953 –al fallecer Stalin–, hizo lo propio con la URSS. Finalmente, también se distanció de China.
Luego de su muerte, en 1985, Hoxha fue sucedido por Ramis Alia, quien motorizó un tibio proceso de reformas. Hasta fines de 1989, cuando la caída del muro de Berlín arrasó de raíz los cimientos de aquel pintoresco socialismo.
–Nuestra tarea consiste ahora en interpretar la disolución ideológica de la revolución albanesa –dijo aquel hombre, golpeando la mesa con el puño.
Su exiguo público asintió con cierta timidez.
Fue curioso que la escena transcurriera en la vieja cárcel de Caseros. Y que su protagonista –quizás el único seguidor de Hoxha en todo el continente– no haya terminado allí por razones políticas.
Corría el frío invierno de 1994.
En diciembre de 1979, dos empresarios tomaban café en la confitería Doney, en la Avenida del Libertador y Lafinur.
–Es un excelente muchacho, dijo uno.
–Yo le debo la vida, aseveró el otro.
Se trataba de Fernando Combal y Osvaldo Sivak. Los dos habían sufrido sendos secuestros extorsivos en el transcurso de aquel año. El primero, en la mañana del 8 de mayo. El otro, en la noche del 7 de agosto. Ambos fueron liberados pocos días después a cambio de suculentos rescates. Ahora cambiaban impresiones al respecto, sin ahorrar elogios hacia un joven oficial de la División de Defraudaciones y Estafas que intervino con suma eficiencia en aquellos casos.
Combal –que había sido privado de su libertad por la banda encabezada por el agente del Batallón 601, Leandro Sánchez Reisse– conoció al principal Roberto Ignacio Buletti al día siguiente de concluir tan dramática experiencia, cuando éste acudió a su casa con el propósito de recabar ciertos datos. En esa ocasión, el policía, de apenas 25 años, lo impresionó por su profesionalismo.
Algo similar le pasó a Sivak. Pero con un detalle accesorio: mientras él estaba secuestrado, Buletti acompañó y contuvo a su padre, Samuel Sivak, en la negociación con los captores. Luego jugó un rol determinante en la pesquisa que llevó a la cárcel a los subcomisarios Alfredo Vidal y José Ahmed, junto a otros integrantes de la Superintendencia de Seguridad Federal.
Buletti recibió una generosa recompensa por parte de don Samuel, con la que compraría su primera casa. También pasó a ser el custodio personal de la familia, además de conseguir un contrato para su papá y su tío en el sector de seguridad del Buenos Aires Building, la financiera de los Sivak.
Durante la mañana del 29 de julio de 1985, Osvaldo fue secuestrado por segunda vez, al circular en su automóvil por la esquina de Charcas y Virasoro. Ese mismo día, su esposa, Marta Oyhanarte, y su hermano, Jorge Sivak, se comunicaron con Buletti, quien, desde luego, se puso a disposición de ellos. Y recomendó informar todas las novedades a la Policía Federal.
El rescate no tardó en ser pagado: un millón de dólares. Sin embargo, el empresario no aparecía. Los días y los meses transcurrían sin novedades.
Con el correr del tiempo, aquella circunstancia inconclusa –y a la vez no resuelta– mutó en un verdadero escándalo político.
Recién en mayo de 1987, la cuestión dio un giro impensado.
Días antes, Buletti había side detenido en Salta con un cargamento de cocaína y se encontraba en la cárcel Villa Las Rosas.
Debido una sumatoria de situaciones, la investigación sobre el paradero de Sivak comenzó a apuntar sobre él y otros policías: Carlos Galeano, Carlos Lorenzatti, Rubén Caeta, Rafael, Bivorlavsky, Roque Miera y Benigno Lorea, quienes no tardaron en ser arrestados.
Se descubrió que Buletti había comandado los secuestros extorsivos de Eduardo Tomás Oxenford y Benjamín Neuman, realizados, respectivamente, en 1978 y 1982. Ninguno apareció con vida.
Eduardo era hijo del presidente de la Fábrica Argentina de Alpargatas. Éste –según la declaración indagatoria de Buletti– dejó helados a los captores, cuando respondió: “Sí, señor. Ya sé que lo han secuestrado. Pero les diré dos cosas: que los 750 mil dólares no los reuniré jamás, y que ya hice la denuncia policial”. Los restos del joven fueron enterrados en el fondo del chalé que el grupo había alquilado en Lomas de Zamora.
Neuman, que estuvo detenido en una casaquinta de Talar de Pacheco, fue asesinado horas después de que se pagara el rescate.
En el caso de Sivak, debido a la relación laboral que Buletti mantenía con su familia, los trabajos de inteligencia sobre sus movimientos resultaron un juego de niños. Había llegado de Europa, en un viaje de placer compartido con Marta y sus cuatro hijas. Existe la certeza de que su empleado actuó a cara descubierta. Y ello –ya se sabe– equivalía a una sentencia de muerte. También se sabe que la víctima fue malograda antes de cobrar el rescate.
El suboficial Lorea, que fue exonerado de la Policía Federal en 1985 por encubrimiento de contrabando, fue el ejecutor. El asesinato ocurrió en un local de Monte Chingolo, alquilado días antes a los efectos del secuestro. Y Buletti fue quien ordenó esa muerte. El cuerpo fue hallado el 3 de noviembre de 1987 en la zona de Abasto, al costado de la ruta 2.
Ya detenido, Buletti únicamente atinó a decir: “La verdad es que Sivak era un buen tipo”. Después, en su descargo, afirmó: “Sólo hicimos en una pequeña escala lo que en la época de los militares nos enseñaron a hacer en grande: secuestrar personas.
Se supone que, además de estos hechos, Buletti también habría participado en delitos de lesa humanidad. Eso no solo se desprende de aquella frase sino por su pertenencia a la Superintendencia de Seguridad Federal, que dependía del Batallón 601.
Por sus crímenes privados Buletti obtuvo una condena a perpetuidad. Y se lo alojó en un sector de Caseros destinado a ex integrantes de las Fuerzas de seguridad. Allí se anotó en la carrera de Abogacía del Centro Universitario del penal. Y no tardó en recibirse, a poco de ser trasladado a la cárcel de Devoto.
Fue en tal contexto cuando se deslumbró con ese prócer del estalinismo albanes. Y como un predicador evangelista, organizó grupos de estudio con el propósito de difundir su obra.
–Hay que resolver a través de las enseñanzas de Hoxha las encrucijadas de la actual etapa histórica –remató Buletti en ese ya remoto día de 1994.
En 2016 se le dio por cumplida la condena. Ahora trabaja de abogado.
Fuente: Télam
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