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Vicente López
jueves 28 noviembre, 2024

Reflexiones de la vida diaria: ‘Analízame, analízate’

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Analízame, analízate

No debe ser casualidad que Buenos Aires sea una de las ciudades con más sicólogos del mundo. Simplemente es consecuencia de la locura generalizada en la que vivimos. Porque por un instante, imaginemos la misma ciudad, sin psicólogos… paradójicamente, ¡sería de locos!

Siempre pensé que es una buena profesión la de psicólogo o terapeuta. Porque después de espía, debe ser el laburo que mejor paga por sentarse y escuchar. Es más: hay algunos terapeutas que cobran recargo por escucharte y decir: “ajá”.

Yo tuve varias épocas en que tuve que hacer análisis. Sobre todo de colesterol y triglicéridos.

Ahora si de psiquis se trata, confieso que hice terapia un par de veces. Pero no me fue bien. Al primero que fui le dije: “Doctor, tiene que ayudarme. Siento que me voy a morir en cualquier momento”. Y el tipo me contestó: “entonces lo mejor va a ser que me pague la sesión por adelantado”.

No es fácil encontrar al terapeuta ideal para uno. No es que hay un negocio y un vendedor de psicólogos que te sugiera “ay, enganchate con este de barba que te queda fenómeno” o “quedate con este lacaniano que te hace juego con la mirada”. Hay que tener un poco de onda con el profesional. Y no acosarlo en Tinder en caso del lógico enamoramiento por transferencia. Que ahora con el banco por internet es mucho más fácil que antes.

Y como cuesta encontrar al adecuado, probé con varios. No siempre tuve suerte. A una le plantié mi problema explicándole: “Doctora, todo el mundo me odia”. “Eso no es posible”, me dijo, “a usted no lo conoce todo el mundo todavía”.

Y después si, encontré un analista que me gustó. Era austríaco. Estuve como seis años con él. Sentía que me escuchaba, que me prestaba atención, que me entendía. Hasta que un día, me defraudó, cuando me dijo, en su típico acento germánico: “Disculpa usted. No habla la castellano yo”.

Intenté con otro, porque esto de hacer humor no es fácil. Muchos creen que la vida es color de rosa, que es todo el día jarana. Y le dije a la analista: “Vea, licenciada. Yo creo que sé cuál es mi problema. Y es que por mi profesión, nadie me toma en serio”. Y me dijo: “Naaa… me está cargando… “

Llegado a este punto hay que hacer una clara distinción: no es lo mismo un sicólogo que un siquiatra. Un siquiatra puede recetar todo tipo de pastillitas de felicidad. Un psicólogo es un muchacho judío que no soporta ver sangre.

Muchas veces el inconveniente reside en que uno no sabe del tema. Como ese día que un terapeuta me recomendó: “Vea. En estos casos usted tiene que aplicar sicología inversa”. Y ahí al toqué, me senté en su sillón, lo empujé al diván y le dije que había pasado el tiempo de la sesión y que había aumentado la hora a 9500 pesos. 

Pero es bravo tener problemas mentales y que no te los solucionen. Como mi amigo Alfredo, que era tan paranoico que le puso espejitos retrovisores a la bicicleta fija.

Y hay otros casos de personas que uno sabe que no hay sicología que lo solucionen. Todos conocemos a alguien así. Tal es el caso de un primo, llamémoslo Cacho. En la primera sesión de terapia, el analista dibuja un círculo en un papel y le pregunta: “¿En qué lo hace pensar esto?”

“En sexo”, contesta Cacho.

El siquiatra toma otra hoja de papel, y dibuja un arbolito y una casita y le vuelve a preguntar en qué lo hace pensar el dibujo.

“En sexo”, insiste mi primo.    

El siquiatra dibuja una y otra cosa, sumamente sencillas: un dado, un auto, una manzana, y la respuesta es siempre la misma: “sexo, sexo, sexo.”

Finalmente, un poco harto, el analista le dice: “Cacho: ¡usted tiene una obsesión con el sexo!”

“¿Yo?” Dijo Cacho, “¡si es usted el que se la pasa haciendo dibujitos pornográficos!”

Como dije al principio, Buenos Aires es un lugar donde no solo hay muchos psicólogos, sino que además, la gente puede hablar abiertamente del tema. El otro día, sin ir más lejos, estaba tomando un café con una amiga que me tira: “la verdad es que viéndote, me parece que tus 15 años de terapia fueron al cuete”. “¿Por qué? ¿Me ves angustiado?”

“Si”, me dijo, “pero no lo suficiente”.

Por último, baste decir que en mi caso, y por sugerencia de mi terapeuta, para no sentirme diferente a los demás, traté de comportarme normalmente por un tiempo. Fueron los peores diez minutos de mi vida.


Fuente: Télam

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