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Vicente López
viernes 22 noviembre, 2024

Los hermanastros que ganaron al fútbol pero perdieron la vida

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Un partido con trgico final Ilustracin Osvaldo Rvora
Un partido con trágico final. (Ilustración: Osvaldo Révora)

Durante la madrugada del 17 de octubre de 1989, seis sujetos irrumpieron en una modesta casa ubicada en la calle Uruguay 2637, de Burzaco. A esa hora sus moradores dormían profundamente. Dos de ellos, los hermanastros Pedro Tobío y Fernando Herrera –de 22 y 16 años–, fueron arrancados de sus camas a puro culatazo.

Los intrusos, armados hasta los dientes, vociferaban palabras incomprensibles. Lucían una vestimenta muy extraña: boinas y pasamontañas, prendas civiles y partes de algún uniforme. Ya en aquel instante, dispensaron una brutal golpiza a sus víctimas, matizada con acusaciones y preguntas, antes de arrastrarlos hacia un Falcon; también había un desvencijado Fiat 1600. Los dos vehículos levantaron una polvareda al partir.

La mujer de Pedro, abrazada a su bebé, quedó en un rincón del comedor sin saber que decir. Su esposo, un repartidor de vino, no andaba en cosas raras y Fernando era solo un chico. Ella entonces intentó consolarse con el siguiente razonamiento: si los hombres que se los llevaron eran policías, no tardarán en percatarse de su error.

Poco después, los dos jóvenes aparecieron en un baldío de Longchamps. Tenían las muñecas atadas con alambre, habían sido castrados y presentaban sendos tiros de escopeta en la nuca

El doble crimen de Burzaco conmocionó a la opinión pública. Los medios no dudaban en atribuir lo sucedido a un flamante escuadrón de la muerte. La metodología empleada conducía hacia esa hipótesis, al igual que el perfil de los asesinos. Cinco fueron rápidamente capturados.

El cabecilla resultó ser un cabo del Servicio Penitenciario Bonaerense llamado Víctor Fernández. Su lugarteniente, Carlos Monserrat, era agente de la policía provincial. También estaba Jesús Monzón, un ex fisgón de la Side. Y Carlos Luján, quien estaba ligado al grupo fascista Alerta Nacional. Horas después cayó Sergio Fernández, hermano de Víctor y de Daniel. Este último, el benjamín de los Fernández, era el único prófugo.

Retrato de un fugitivo

Durante la tarde de un viernes –a tres días del hecho– el centro porteño bullía al compás de una tumultuosa manifestación en repudio los indultos decretados por el entonces presidente Carlos Menem.

En ese mismo momento, yo me encontraba acodado sobre mi escritorio del diario “Sur”. Fue cuando atendí una llamada telefónica. Entonces, por el auricular, alguien solo dijo:

–Soy Daniel Fernández y me quiero entregar con un periodista.

Luego recitó una dirección, antes de cortar.

Minutos después llegó el remís. La travesía hacia el oeste bonaerense fue intensa. El chofer, debidamente enterado de nuestro destino periodístico, se sintió algo así como protagonista de la serie “División Miami”. Y actuaría en consecuencia: condujo a una velocidad trepidante e incurrió en una decena de infracciones. A mi lado, el fotógrafo Carlos Paglilla –a quien llamábamos el “Turco”– se sujetaba al asiento con un dejo de pánico.

Una hora después llegamos a una casita situada en un recodo del barrio El Monte, de Burzaco. En el garaje había una furgoneta Renault toscamente pintada de blanco y con una inscripción: “Ambulancia – Hospital Infantil”.

Luego supe que el individuo al cuál íbamos a ver alternaba sus andanzas nocturnas con la caridad cristiana: había fundado una guardería para huérfanos y, además, era catequista.

Al golpear la puerta se oyó un cuchicheo; luego, unos pasos y, al final, una voz quejumbrosa preguntó quiénes éramos. Yo exhibí mi credencial ante la mirilla. Entonces se asomó la magra silueta de una anciana; era doña Esther, la mamá del trío homicida. El interior de la casa estaba a oscuras, como para disimular la presencia del fugitivo.

A continuación, ella nos indicó:

–Pasen. El chico está en la otra pieza.

Luego prendió la luz. En el comedor había otro muchacho; era el cuarto vástago de la mujer. Y en una cuna dormía un bebé. Tal vez tenía la edad del hijito de Pedro Tobío, que también dormía cuando su padre fue arrancado de la cama para ser conducido hacia una muerte atroz.

De pronto, doña Esther se detuvo en el pasillo. Y con una cortesía poco oportuna nos ofreció una taza de té.

En ese momento emergió por una puerta el sujeto que era intensamente buscado por la policía. El lobo parecía un cordero. Nada en él hacía presumir su participación en un hecho como el de la madrugada del martes. Por cierto, no lucía vestimenta de combate sino unas zapatillas gastadas, pantalón gris y un pulóver blanco tejido por la mamá. Daba la impresión de vestir así desde el momento mismo en que inició su huida.

A modo de presentación, se embarcó en un monólogo algo catártico:

–Me quiero entregar porque no aguanto más. Hace tres noches que no duermo. Desde que pasó eso no estuve escondido en ningún lado. No quería comprometer a nadie. Solo caminé y caminé. Nada más que eso. Y estoy acá desde la mañana

El tipo parecía en estado de shock. De a ratos, doña Esther le acariciaba la cabeza. Su hijo no aparentaba los 30 años que tenía. El “Turco”, en tanto, lo retrataba desde todos los ángulos posibles.

Daniel prosiguió con su relato:

–Lo hice por miedo. Miedo a Víctor y Sergio. Ellos son muy especiales, con problemas. Y muy violentos. Sergio anda diciendo que estuvo en la guerra de Malvinas, pero es mentira. Lo de Víctor es mucho peor. Quiso entrar en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral y lo bocharon en el examen; tampoco  hizo la colimba: en la revisación le diagnosticaron esquizofrenia paranoica. Y no entiendo cómo lo aceptaron en el Servicio Penitenciario.

Después evocó la trama específica que lo marcaría para siempre.  Y dijo que sus hermanos lo fueron a buscar en la noche del lunes.

“Venimos por la escopeta y por vos”, le habría dicho Sergio.

“Unos tipos violaron a la mujer de Sergio”, le habría dicho Víctor.

Daniel –siempre según su versión– no encontró el modo de negarse, Ya con la escopeta, los hermanos fueron en busca de los otros tres conjurados. Y Daniel estaba nervioso.

Ahora aseguraba que al ver semejante despliegue de armas, comprendió que el asunto pasaba de una simple paliza. Y que, al llegar a la vivienda de las víctimas, Víctor le dijo: “Si te echás atrás, te pego un tiro”.

A Daniel, entonces, la escopeta le tembló entre las manos.

–Yo no quería problemas con él. Siempre fui el idiota de la familia –fue el remate de su relato, mientras doña Esther le acariciaba la cabeza.

En eso, alguien golpeó la puerta. Y el prófugo se sobresaltó.

–Es el abogado –lo tranquilizó la mamá.

Se trataba de León Zimermann, un reconocido defensor de los derechos humanos. Y se apuró en aclarar:

–No voy a ejercer esta defensa. Solo vine porque la señora es clienta de mi estudio. Y sé que su hijo se quiere entregar.
También sabía que el juez Guillermo Gordo, a cargo de la causa, estaría en su despacho hasta la noche.

Entonces subimos todos al remís para partir hacia ese juzgado de Lomas de Zamora.

El hombre del rifle

En el comienzo del trayecto reinó el silencio. Solo roto cuando Daniel sintió la necesidad de decir:

–Nadie merece morir así. Ni siquiera un delincuente.

En este punto, Zimermann intervino:

–Ellos no eran delincuentes. Uno era un muchacho trabajador. Y el otro, apenas un adolescente.

El “Turco” adhirió a sus palabras con un gesto.

Entonces Daniel revelo el móvil real del doble crimen. La animosidad entre las víctimas y ellos tuvo origen en un picadito de fútbol que culminaría con una trifulca.

Pese a la inferioridad numérica, Tobío y Herrera vapulearon al grupo encabezado por Víctor, que debió retroceder hasta el Fiat 1600 del policía Monserrat, a bordo del cual huyeron.

En ese momento pactaron la venganza.

Ahora Daniel juraba que su recuerdo del crimen era borroso. Y a mí se me ocurrió preguntar:

–¿Vos eras el único que tenía una escopeta?

Daniel asintió con un leve cabeceo. Y yo, como al pasar, comenté:

–Porque los pibes tenían dos escopetazos.

Su respuesta fue un pesado silencio.

Durante el resto del recorrido nadie pronunció palabra alguna. Al llegar al juzgado, Zimermann se metió en el despacho del juez. Un minuto después, éste salió caminando resueltamente hacia mí con una mano extendida. Y sus palabras fueron:

–Mucho gusto, Fernández. El doctor dice que usted vino a entregarse.

Por una milésima de segundo, quedé sin habla.

Fue cuando el “Turco” señaló a Fernández con un dedo, y dijo:

–Su señoría, éste es el asesino.

Una vez aclarado tal malentendido, el catequista quedó bajo arresto. Y nosotros regresamos al diario.

El “Turco” me esperó a que terminara de escribir el artículo. Y fuimos a cenar a «Cuchillo y Tenedor». Ya durante la madrugada compramos un ejemplar de “Sur” con nuestra aventura ya impresa.

Daniel Fernández recuperó la libertad en 2001. Y no supe más de él.

El “Turco” solía evocar tal historia –y particularmente la confusión del juez sobre la identidad del asesino– cada vez que tomábamos alguna copa de más.

Ahora hay noches en las cuales extraño escuchar este relato de su boca. Oscar Paglilla falleció fulminado por un infarto en la primavera de 2003.   


Fuente: Télam

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