Es posible que el periplo de aquel hombre desde Santiago de Chile a la ciudad de Buenos Aires haya sido una especie de road movie, pero al respecto solo hay datos imprecisos. Porque si bien se sabe que dejó la capital trasandina a fines de mayo, se ignora la fecha exacta de su partida; también se sabe que, primero viajó hacia el sur chileno para entrar al territorio argentino por algún paso fronterizo no habilitado de la provincia de Neuquén, aunque se ignora de cuál, y cuándo se produjo su arribo en un micro de larga distancia a la terminal porteña de Retiro.
Lo cierto es que su rastro se corporizó durante la mañana del 1º de junio en el Aeropuerto de Ezeiza. Allí debía abordar un avión hacia Madrid, y allí efectuar un trasbordo hasta Frankfurt.
A tal efecto, Walther Klug Rivera, un septuagenario con acento chileno, extendió hacia el empleado de Migraciones un pasaporte alemán. Éste revisó el documento con perturbadora minuciosidad, al punto de que el viajero, ya algo impaciente, inquirió:
– ¿Algún problema, caballero?
La respuesta fue:
– Vea, acá no figura su ingreso legal al país.
El tal Klug Rivera no ocultó su ofuscación al perder el vuelo. A ello le sumó un leve nerviosismo al ser llevado a la oficina de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA), ya que sobre él pesaba un “alerta” emitido por la oficina chilena de Interpol, aunque sin pedido de captura internacional.
Por tal razón, Klug Rivera fue dejado en libertad, aunque sin poder salir del país hasta solucionar su situación migratoria.
Y se perdió a bordo de un taxi hacia un rumbo desconocido. Días después, llegó desde Santiago la orden de captura para él
El primer signo de esta trama se remonta al ya lejano 4 de septiembre de 1970, cuando el socialista Salvador Allende fue elegido Presidente de Chile.
Un mes antes, Klug Rivera –de 20 años– egresaba de la Escuela Militar de aquel país con el grado de subteniente. Tanto su formación castrense como el profundo anticomunismo de su papá, don Walther Oscar –un simpatizante de la organización derechista Patria y Libertad–, incidieron en la fobia que a él le causaría el gobierno de la Unidad Popular.
Por tal motivo fue una bendición para él que, ya con jinetas de teniente, la superioridad lo enviara, entre febrero y marzo de 1973, a la Escuela de las Américas, ese verdadero laboratorio de represores latinoamericanos con sede en el Canal de Panamá. A su regreso fue asimilado al Servicio de Inteligencia Militar (SIM), ya convertido –a pesar de su juventud–en un sujeto peligroso.
A partir de entonces comenzó a prestar servicios –ya como agente del SIM– en el Regimiento de Infantería N°3 de Los Ángeles, una ciudad en la Región del Bio-Bio, a 470 kilómetros al sur de Santiago.
Al estallar el golpe de Estado del 11 de septiembre, Klug Rivera estaba –en comisión– al frente de una patrulla del Ejército abocada a sofocar, en los barrios fabriles del oeste de Santiago, posibles acciones de resistencia. De modo que desde allí vio el vertiginoso paso de unos aviones Hawker Hunter que volaban hacia el centro para bombardear el Palacio de La Moneda.
Por aquellas horas trascendía que la residencia presidencial de la calle Tomás Moro había sido atacada con fuego aéreo y proyectiles de cañón.
Al mediodía, Radio Magallanes propaló las últimas palabras de Allende, antes de descerrajarse un tiro en la boca. Ya regían el estado de sitio y la ley marcial.
Ese mismo día, la patota de Klug Rivera condujo decenas de detenidos al Estadio Nacional. Y tras otras tres jornadas de cacería volvió al Bio Bio. Allí, los detenidos estaban a cargo del mayor Hugo Segura Brandt, un acérrimo rival de Klug Rivera, a quien él mismo acusó de ser un infiltrado del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Y sus jefes le creyeron, por lo cual recibió la orden de arrestarlo. En los pasillos del Regimiento siempre se rumoreó que ello había sido en realidad una maniobra palaciega urdida por el ambicioso teniente para acumular poder.
Así fue. Porque a partir de entonces se le encomendó la insigne tarea de organizar y dirigir un centro clandestino de prisioneros en las caballerizas de esa unidad. Una responsabilidad muy delicada para un muchacho de 23 años.
Allí fueron torturados, asesinados y desaparecidos los detenidos de toda la región. Muchos habían sido traídos por el propio Klug desde la cárcel local, un sitio frecuentemente visitado por él con tal propósito.
A ese inframundo fue llevado el militante comunista Jaime Araya Palominos y también el dirigente estudiantil de la Universidad de Concepción, Luis Cornejo Fernández. Ambos fueron secuestrados a la semana del golpe, en un operativo conjunto de militares y civiles pertenecientes a Patria y Libertad. Klug Rivera estuvo al frente del asunto. También participó de las torturas que sufrieron las víctimas, antes de desaparecer para siempre.
Pocos días después, Klug Rivera también supo comandar los secuestros de 23 obreros que trabajaban en las centrales hidroeléctricas de El Toro y El Abanico, pertenecientes a la Empresa Nacional de Electricidad (Endasa). Tras ser torturados en esas caballerizas recicladas en mazmorras, se los ejecutó. Sus cuerpos nunca fueron hallados.
A fines de 1975, Klug Rivera fue destinado a la Escuela de Artillería de Linares por un año y medio. Luego pasó a la Guarnición de Arica donde se dedicó a la Inteligencia Militar. Su foja de servicios también incluye una breve escala en el Regimiento de Dolores y, posteriormente, se abocó a la actividad –digamos– docente en la Academia Politécnica, con grado de teniente coronel. El tipo recién pasó a retiro, ya entrada la etapa post-pinochetista.
Entonces se volcó a la actividad empresarial, al convertirse en “director asociado” de la compañía Inteligencia Competitiva y Financiera W. Klug R, que ofrecía una gama de servicios poco claros.
Pero el pasado siempre vuelve
En 2014 fue condenado por la Corte Suprema de Chile a diez años y un día de prisión por los “secuestros y homicidios calificados” de los 23 obreros de Endesa. A eso se le añadieron otros procesamientos pendientes por casos de prisioneros desaparecidos; entre ellos, el estudiante Cornejo Fernández.
Pero inmediatamente después de conocerse la sentencia, y ya a horas de ingresar al penal de Punta Peuco, el represor puso los pies en polvorosa. Durante casi seis años Klug Rivera vivió tranquilamente en un pueblito alemán recostado sobre una orilla del Rhin, al sur de Colonia. La clave de su dicha era que Alemania no extradita a sus ciudadanos, y ya se sabe que posee aquella nacionalidad.
Pero en 2019, tuvo la desafortunada idea de viajar con su pareja a la ciudad italiana de Parma. Ella, también chilena e ingeniera de profesión, debía participar allí en un congreso profesional. Sin embargo, tal escapadita terminó para ellos del peor modo, cuando el represor fue arrestado en el recibidor del hotel, a raíz de un pedido de captura internacional que allí sí tenía vigencia.
Ya de regreso en Chile, se le concedió la gracia del arresto domiciliario. Y favorecido por la escasa vigilancia que sobre su cumplimiento realizaba la Policía de Investigaciones de ese país, Klug Rivera cometió sin problemas su segunda fuga.
Durante los primeros días de abril, la presencia espectral de Klug Rivera en la ciudad de Buenos Aires y su fallido intento de viajar a Europa, merecieron una amplia difusión en la prensa chilena. El pedido de su captura internacional –cursado por la oficina trasandina de Interpol a sus colegas locales– llegó al país una semana después.
La tramitación de esa solicitud aterrizó en el Juzgado Federal Nº 10, a cargo de Julián Ercolini, un magistrado con fama de “trabajar a reglamento” en casos como este, según los organismos de derechos humanos. Este pedido en particular no parecía ser una excepción.
Sin embargo, más allá de su presunta falta de voluntad, lo cierto fue que el personal de la División de Prófugos y Extradiciones de Interpol se tomó en serio su trabajo. Dicha pesquisa, por las características del asunto en cuestión y de la presa a capturar, suponía una guerra contra el reloj.
Su arranque investigativo fue establecido en el preciso momento en el cual, durante la mañana del 1º de abril, el represor abordó un taxi en Ezeiza para partir con rumbo desconocido. Aquello fue registrado por las cámaras de seguridad bajo el control de la PSA en el hall de la terminal aérea.
Había que reconstruir el trayecto de aquel vehículo. De modo que el siguiente paso consistió en una revisión de las cámaras instaladas en la autopista y también del material filmográfico reunido por el Centro de Monitoreo Urbano de la Policía de la Ciudad.
Así se pudo tener una idea aproximada de la zona en la cual el prófugo había descendido del vehículo. Pero eso no garantizaba que continuara allí.
Seguidamente, al actualizar la revisión de las cámaras, se vio una imagen de Klug Rivera durante la mañana el 10 de junio al ascender a un taxi en el barrio de Once. Ese mismo sistema de monitoreo lo exhibió al bajar de ese auto en la esquina de la avenida Belgrano con la calle 4 de Noviembre.
Primera conjetura: el tipo estaría alojado en algún hotel de la zona. Por lo que, se efectuó un relevamiento de todos sus hospedajes. Al día siguiente se pudo determinar que el chileno se alojaba en el San Carlos, un pequeño hotel de dos estrellas sitiado en la calle Moreno 3054.
El dispositivo policial en torno al establecimiento tuvo que esperar hasta el mediodía del 12 de junio para que Klug Rivera se dejara ver. Fue cuando salió a la calle para dar un paseo.
En ese instante los policías lo rodearon. Y él, casi por instinto, levantó las manos con un dejo de resignación y, como si fuera un prisionero de guerra, solo murmuró su nombre y el grado militar que alguna vez había tenido.
Tras una breve escala en un calabozo del complejo policial situado entre la avenida Figueroa Alcorta y la calle Cavia, el “Carnicero de Bio Bio” –como lo llama la prensa de su país– fue expulsado de la Argentina.
Ahora languidece en un pabellón del penal chileno de Punta Peuco, en las afueras de Santiago.
Fuente: Télam
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