El dramaturgo y director Ignacio Bartolone es el responsable de «La obra pública» y «La madre del desierto», obras que indagan distintos aspectos de la conformación identitaria nacional a partir de un particular signo lingüístico y escénico, que están actualmente en la profusa y cuativante cartelera del teatro independiente porteño.
Escrita al modo de un diario de un escultor argentino del Centenario que planea una obra monumental sobre la iconografía patriótica, para lo cual entra en tratos con la burocracia estatal y sus resortes financieros, «La obra pública» se está viendo los sábados a las 20 en Espacio Callejón (Humahuaca 3759).
Interpretada por el actor Julián Cabrera y con la participación en escena del músico Franco Calluso, que crea la atmósfera sonora disparando ecos, reverberaciones y sonidos, Batolone, que escribió el texto junto a Juan Laxaguedorbe, señala que «la posibilidad de trabajar detrás del soporte de la escritura de un diario permitió articular en el texto la objetividad y la subjetividad, dando cuenta de la vida de este escultor y su propósito monumentalístico gigante y todo lo que se opone a llevarlo a cabo».
Télam: Desde lo subjetivo, la obra parece poner en foco también en aquello que le sucede al creador en el proceso de creación, esta idea, a veces reiterada, de creer estar fundando algo.
Ignacio Bartolone: Me interesaba poner en primer plano cierto cambalache al respecto de lo que tiene que ver con esto de las ideas que se tienen sobre algo que se quiere hacer y, ya sea en el pasado o en el presente, con lo que nos vincula con una comunidad artística y todo lo que eso implica. En «La obra pública», un poco la idea es que la obra del artista es su diario no su proyecto monumentalístico. Porque por un lado está la idea de fijar una mitología nacional a partir de los padres de la patria a través de una obra gigante pero en paralelo no lo ves agarrar un gramo de arcilla sino agarrar sus deseos, sus desesperaciones y, en definitiva, construir más un mito de sí mismo y no tanto un mito con las obras.
T: Algo bastante actual
IB: Es algo que yo veo que nos afecta cada vez más, no porque quiera narrar el presente pero sí me tocaba cada vez más la idea de que la gente es lo que la gente dice que es y no lo que la gente hace que es, el artista pasó a ser el artista de una definición sobre sí mismo ni siquiera es el artista con una obra. Lo que se legitimaba en un momento por un cierto amparo estatal o institucional en algún punto empezó a correrse, porque ahora pareciera que uno puede construir de sí mismo como una especie de autolegitimación Me interesaba eso y la comedia propia de las cuestiones endebles de una personalidad que sube y baja las escaleras de su deseo.
T: Hay una escena muy interesante en la que el escultor participa de una cena con otros artistas y ahí aparece toda la cuestión interna del personaje, se desnudan todas las operaciones que ponen en juego su psiquis respecto de los otros, su lugar en la consideración social, quién y qué cosa.
IB: Eso responde un poco un modelo que a mí me interesó cuando empecé a trabajar la obra, que es que tiene una genealogía más literaria que teatral que se llama «el viaje inmóvil», la idea de que lo que se está viendo es la topografía de la obsesión de una persona, donde nada pareciera ser que está pasando sino que más bien sucede en su cabeza, porque en definitiva lo que estamos viendo es un cuaderno, no hay que olvidarse que la obra se inaugura en un cuaderno y se cierra en ese mismo cuaderno, entonces en algún punto es un viaje inmóvil, es una topografía por sus obsesiones, por su ánima es eso como si fuese un mapa de su cabeza , si se quiere, más que situaciones concretas.
«Me interesaba poner en primer plano cierto cambalache al respecto de lo que tiene que ver con esto de las ideas que se tienen sobre algo que se quiere hacer y, ya sea en el pasado o en el presente, con lo que nos vincula con una comunidad artística y todo lo que eso implica»
T: También aparece el Estado.
IB: Sí, el Estado como una especie de maquinaria de imágenes, como aparato de captura para definir un sentido y la idea de lo artísticamente nacional como una especie de disputa permanente, ¿qué es el «arte nacional», si es que existe si no existe si hay que hacerlo, si no hay que hacerlo? Si con 220 años de historia, podemos hablar de un arte nacional o si estamos signados por lo que Borges dijo al respecto de que no tenemos una tradición, sino que las tenemos todas al ser argentinos; sobre esos puntos se fue construyendo la hipótesis de este escultor.
T: Otra cuestión es la del dispositivo escénico, donde está el actor con su monólogo del diario pero también un músico o productor de sonidos que interactúa con él y opera en el sentido de la puesta.
IB: El músico es Franco Casullo con el que trabajo en varias obras, él es parte de «La madre del desierto» también, él trabajó una especie de foley, como el sonido que se le pone a las película, pero de una manera completamente corrida, donde el foley se vuelve poco representativo de lo que sucede sino que más bien él articuló una fantasmagoría de sonoridades que no son la respuesta a lo que se está diciendo y un poco la idea es que esas atmósferas sonoras parecieran ser producto del espíritu de la obra.
T: ¿Cuál es la novedad que le impuso el actor a la obra?
IB: En principio desarticuló cierta solemnidad que el texto puede llegar a tener, si lees el texto podés llegar a entenderlo de una manera mucho más «severa», que trabaja con un estilo como que refiere a cierto modernismo, como trabajando en función de lecturas de (Rubén) Darío algunas cuestiones y Julián (Cabrera) tiene como un un aire para trabajar que desolemniza y propone una vitalidad que la obra necesita.
«La madre del desierto», estrenada en el 2017 en el Teatro Nacional Cervantes y que este domingo vuelve al Galpón de Guevara (Guevara 327) en su quinta temporada, está interpretada por Alejandra Flechner y Juan Isola y se basa en el personaje de la Difunta Correa.
T: ¿Por qué la Difunta Correa?
IB: Empezamos a sentir que en ese periplo o en ese mito se potenciaban muchas cosas de las que queríamos narrar. «Después, fue todo empezar a escribir y trabajar alrededor de la idea de lo que el mito es y lo que ese mito asigna concretamente, que tiene que ver con el arrojo, con la idea de una especie de salto al vacío de una persona, con la idea de un sacrificio extraordinario, como dar un paso hacia la nada, que tiene que ver, también, con la idea de cierta psicosis como atravesar un desierto con un bebé en búsqueda de alguien que no está y la idea también de qué pasaba con las mujeres en ese momento.
«La madre del desieto» se puede ver los domingos a las 17 en El Galpón de Guevara y «La obra pública» los sábados a las 20 en Espacio Callejón.
Fuente: Télam
Déjanos tu Comentario!