Alcira Iribarren murió el 26 de agosto de 1995. Tenía 60 años y padecía un cáncer desde 1990. Esa enfermedad la mantuvo postrada por mucho tiempo. Tal vez por ello, los habitantes de la pequeña localidad bonaerense de San Andrés de Giles se habían habituado a su ausencia y no mostraron sorpresa al enterarse de su fallecimiento en una clínica de la Capital. Su sobrino, Luis Fernando Iribarren, fue el portador de la infausta noticia. En aquella ocasión, contó que doña Alcira había sido inhumada en la Chacarita, intercalando en el relato algunas pinceladas desgarradoras sobre su agonía, y sin disimular su desconsuelo.
No era para menos. Gran parte de su vida había transcurrido con ella en un antiguo caserón de la calle Cámpora. Los vecinos lo conocían desde niño. Y ahora, a los 21 años, gozaba de una reputación intachable.
Luis Fernando era apocado y laborioso; se dedicaba a la venta de equipos de comunicación y, en sus ratos libres, insistía en perfeccionar un motor eléctrico que él mismo había diseñado. Claro que en los últimos tiempos se vio obligado a alternar esas ocupaciones con la esmerada atención que le dispensaba a la tía: le había conseguido los mejores médicos, la cuidaba tras cada operación, la llevaba a quimioterapia y, cuando el dolor comenzó a ser insoportable, con sus propias manos le aplicó inyecciones de morfina. Hasta que esa droga dejó de hacerle efecto.
Entonces –según los dichos que esgrimía entre los vecinos– la internó en un instituto oncológico porteño. En ello habría invertido todos sus ahorros, sin poder luego financiar el traslado de la finada a su terruño natal. De aquel impedimento –recordaban sus ocasionales interlocutores–, Luis Fernando se lamentaba una y otra vez.
Su versión era creíble, pero no demoró en resquebrajarse a raíz de un detalle de tipo aromático: el olor a muerte –dulzón, al principio y, después, directamente irrespirable– que comenzó a flotar en los fondos del jardín. Tal fragancia atrajo una nube de moscas e inquietó sobremanera al personal de la empresa telefónica lindante a la propiedad que el joven acababa de heredar.
Aquello derivó en una denuncia seguida por una discreta investigación. Al respecto, resultó decisivo el olfato policial del comisario Juan Ángel Santos, quien en ese olor nauseabundo percibió la clave de un crimen.
El 31 de agosto, Luis Fernando fue llevado a la comisaría por “razones de rutina”. Santos creía que su declaración testimonial podría aportar alguna pista. Sin embargo, el muchacho se adelantó a sus conclusiones al revelar que era precisamente el cadáver de doña Alcira lo que afectaba al ecosistema.
En este punto, ensayó una justificación moral. “Me jodía que sufriera, y la maté por piedad”, fueron sus palabras. Cabe destacar el método: un golpe en el cráneo aplicado con la parte plana de un hacha.
Pero, asombrosamente, la confesión de aquel asesinato lo llevó a otros: el de sus padres y sus dos hermanitos, perpetrados en una ya lejana noche de 1986. La masacre había ocurrido en un campo de 70 hectáreas que explotaba su progenitor en Tuyutí, a 25 kilómetros de San Andrés de Giles.
Esa vez, Luis Fernando también enterró los cuerpos.
Aún hoy resulta difícil determinar los motivos que llevaron a ese joven de ojos saltones, y orejas en punta, que le daban una expresión perturbadora, al asesinato de toda su familia.
Solo existen ciertos indicios sobre un vínculo conflictivo con su padre, un productor agropecuario. Al cumplir seis años, nació su hermano, Marcelo. Y cuando cumplió diez, su hermana Cecilia. Hay quienes dicen que él se sentía desplazado.
Los acontecimientos se precipitaron durante una noche invernal. Luego de la cena, él salió de la casa para fumar un cigarrillo. Su familia, en tanto, ya dormía. Entonces vio una carabina. Y no lo pensó dos veces: en cuestión de segundos, acribilló sin miramientos a todos los presentes.
Los niños tenían 15 y nueve años en el momento de morir. A Cecilia, tras dispararle en la nuca, le cerró los ojos, diciendo: “No sé por qué te hice esto, hermanita. Yo te quise mucho”.
A partir de entonces, el campo quedó abandonado: La maleza crecía y las aves de corral se fueron muriendo de sed.
Desde ese momento, Luis Fernando argumentó que sus familiares, al no poder honrar una deuda, habían huido a la ciudad paraguaya de Encarnación. Incluso, en el transcurso de todos esos años, fue fraguando cartas de ellos con remitente falso. Y también cultivaba otro ardid: simulaba viajes a Paraguay en los que decía haber estado con ellos. Y al regresar, hasta traía regalos que sus padres le habrían hecho. Iribarren mantuvo esas puestas en escena a través del tiempo. Y nadie dudaba de su palabra.
Tras confesar sus crímenes, la policía tardó dos semanas en hallar el sitio donde Iribarren había enterrado los cadáveres. Aquel precario sepulcro estaba junto a un chiquero. Los restos de la niña aún permanecían abrazados a un osito de peluche.
Un interrogante todavía flota en el aire: ¿por qué otros parientes de los asesinados jamás repararon en su inexplicable ausencia? ¿Por qué doña Alcira tampoco se inquietó? Ella se llevó el secreto a su propia tumba.
El asesinato de esa mujer convirtió Iribarren, hasta entonces un asesino múltiple, en un homicida serial.
En septiembre de 2002, el “Chacal de San Andrés de Giles” –así como lo llamó la prensa– fue condenado a prisión perpetua.
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Fuente: Télam
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